El cine tiene la capacidad de escenificar algo parecido a un sueño. La diferencia es que en el sueño no sabemos que estamos soñando y cuando vemos una película somos conscientes de ello. Aún así, es una sensación confusa; nos metemos en el film de tal manera que podemos incluso llorar. Amélie consigue algo parecido: la protagonista nos permite ser testigos de un mundo imaginario que a muchos nos gustaría vivir.
Nos permite observar un lugar dónde todo es posible y dónde podemos valorar los pequeños placeres o ayudar a los demás. Cada vez disfrutamos menos lo que era nuestra mayor ilusión cuando éramos pequeños. Ámelie siendo mayor aprecia todo más y nos remite a esos momentos. El film tiene un toque onírico que es lo que nos acaba de absorber. Por ejemplo: los cuadros hablan, sus pensamientos los imagina retransmitidos por la televisión…
Nos muestra esa faceta que muchos hemos perdido. Tenemos grandes similitudes con el personaje protagonista y así conectamos con su psicología. El film consigue precisamente eso, que te conviertas en participe de esta romántica y ensoñadora historia. Nos obsequia con el sueño que todos deseamos: ser felices y hacer felices a los demás.
Amélie se ha ganado un hueco entre los personajes del cine. Es alguien ficticio que no proviene de Hollywood –sino de Francia– y es una mujer. Evoluciona considerablemente. Es una chica blanca, burguesa pero no tiene una infancia como todos los demás niños; su madre murió y su padre la desplazó. Esto influirá mucho en su manera de ser y en esa creación del mundo irreal en el que se es feliz fijándose en lo más insignificante. No es ni mejor ni peor sino diferente a muchos.
Una vez contextualizada la película y descrito el personaje principal, el análisis se centra en el final. A partir del momento en que la tan abundante felicidad de Amélie se ve truncada por pensar que el chico que le gusta, Nino, está con su compañera de trabajo Gina. Amélie está disgustada, pero se imagina –en la pantalla aparecen las dos historias paralelas mediante el montaje– cómo sería su vida con Nino. Ella está cocinando y él sube a su piso. Hasta parece que su sueño es real y juegan con las expectativas del espectador porque se mueven las cortinas de detrás como si él llegase. Falsa alarma; es su gato. Aún no ha llegado el momento de historia feliz con final feliz.
Jean Pierre Jeunet vuelve a jugárnosla en al happy end cuando viene de verdad Nino y Amélie no le abre la puerta. Los miedos e inseguridades aparecen cuando menos los necesitamos. Pero llega el salvador, el vecino Raymond Dufaiel, que le hace enfrentarse al mundo. Añadamos otra lección; aprovechar las oportunidades. Y para finalizar la película, los protagonistas no podían darse un beso. Tenía que darse un “disfruta los pequeños placeres de la vida”: un beso en la mejilla, en la frente, en el cuello… Y es gracioso que el montaje coloca justo después al gato mirándolos (como un espectador más).
Si después de
Pero lo que logra la película no es satisfacer un deseo mediante una realidad simulada, sino sumergirnos en un mundo despreocupándonos de nuestras cuestiones externas. Acabamos el film y las vemos de otra manera. Y es que si Amélie está como soñando, a nosotros también nos transporta allí durante casi dos horas.
Normalmente en las películas hay un conflicto y esperas su resolución. Pero este film logra emocionarnos y nos saca alguna sonrisa (las tendencias suicidas del pez cuando ella era pequeña o las trampas al vecino cruel que ridiculiza a su empleado). Y es que la felicidad es el tema más presente (en los vídeos, las cartas, el enano, la caja de recuerdos) y Jeunet pretende que nos demos cuenta de que la tenemos enfrente de nosotros.
En una sociedad cada vez más globalizada, dónde prima el dinero y el poder, cuyo ritmo es el estrés y lo cotidiano está a la orden del día podemos detener al implacable –el tiempo– para entrar en esta especie de sueño que es Amélie. Y como decía Calderón de